Propagar
VIVIR LA ANARQUÍA PROPAGAR EL COMUNISMO
Propagar otra filosofía, porque si esta palabra -camino- ha de ser la filía al saber, hemos de decir ¡buscamos el saber que se encuentra oculto en las ruinas de una metafísica decadente, de una política de instrumento, como llave para todos los tesoros que han devastado, de una estética como lujo y privilegio, de cimientos derrúmbandose! allí se encuentra el saber que amamos, que el deseo impulsa, por aquello que aún se encuentra oculto entre las ruinas de este mundo devastándose, pequeñas rendijas están entre los escombros, allí como rayos de luz escapan las fugas de este saber, del que se gesta trás el espectáculo que ha consumido toda práctica humana. Sin duda, afirmamos que la filosofía que deseamos es de combate, que no anhela este mañana producto de la contradicción, combatimos en este hoy que se gesta, no hay camino porque no hay objetivo, este saber no puede ser llamado de otra manera que ser fiel a sí mismo, a lo puramente humano, a la empatía, a la comunidad la alegría, el odio, la danza y la violencia , si se nos llama y trata como máquinas presentaremos la guerra como respuesta. La filosofía es un campo de batalla diario, contra sí mismo, contra el estado, con el poder -de la voluntad- hacía la muerte, que llaman y adornan como capital.
Hacía un curso imaginario, referimos al partido imaginario:
TESIS SOBRE EL PARTIDO IMAGINARIO
I
"El Partido Imaginario es la forma particular que asume la Contradicción
en el período histórico en que la dominación se impone como dictadura de la visibilidad y como dictadura en la visibilidad, en una palabra, como Espectáculo. Si consideramos que no es, en primer lugar, más que el partido negativo de la negatividad, y que la hechicería del Espectáculo consiste, por ser incapaz de liquidarlas, en volver invisibles en cuanto tales las expresiones de la negación —lo cual vale tanto para la libertad en acto
como para el sufrimiento o la contaminación—, entonces su
característica más notable es justamente que tiene fama de ser
inexistente o, para mayor exactitud, imaginario. Y no obstante, es de
él, y exclusivamente de él, que se habla sin interrupción, pues es lo que todos los días falla apenas visiblemente en el buen funcionamiento de la sociedad. Pero se ha tenido cuidado de pronunciar su nombre —de cualquier modo, ¿se podría pronunciar su nombre?—, del mismo modo en que se temía invocar al Diablo. Y en esto se
hace lo correcto: en un mundo que tan manifiestamente ha llegado a ser
un atributo del Espíritu, la enunciación tiene una desagradable
tendencia a volverse performativa. Inversamente, la evocación nominal
del Partido Imaginario, aquí mismo, vale tanto como su acto de
constitución. Hasta ahora, es decir, hasta que fuera nombrado, no podía
ser más que lo que fue el proletariado clásico antes de conocerse como
proletariado: una clase de la sociedad civil que no es una clase de la
sociedad civil, que es más bien su disolución. Y en efecto, hasta el día
de hoy sólo se compone de la multitud negativa de los que no tienen clase,
y no la quieren tener; de la locura solitaria de los que se han
reapropiado su fundamental no-pertenencia a la sociedad mercantil bajo
la forma de una voluntaria no-participación en ésta. En un primer
momento, el Partido Imaginario se presenta, pues, simplemente como la
comunidad de la deserción, el partido del éxodo, la realidad fugaz y
paradójica de una subversión sin sujeto. Pero, así como el alba
no es la esencia del día, ella sigue sin ser su esencia. La plenitud de
su devenir está todavía por venir y sólo puede aparecer en su relación
viva con aquello que lo ha producido, y que ahora lo niega. “Sólo aquel
que tenga vocación y voluntad para hacer nacer el futuro puede ver la
verdad concreta del presente” (Lukács, Historia y consciencia de clase).
II
El Partido Imaginario es el partido que tiende a devenir real,
incesantemente. El Espectáculo no tiene otro ministerio que el de evitar
sin descanso su manifestación como tal, es decir, su
devenir-consciente, es decir, su devenir-real; ya que entonces tendría
que admitir la existencia de esa negatividad de la que es, en cuanto
partido positivo de la positividad, su denegación
perpetua. Radica así en la esencia del Espectáculo otorgar un campo
adverso para todo residuo despreciable, volverlo un no-valor total y, lo
que viene a ser lo mismo, declararlo criminal e inhumano en su
conjunto, bajo pena de tener que reconocerse a sí mismo como un criminal
y un monstruo. Es por esto que en esta sociedad sólo hay , en el fondo,
dos partidos: el partido de los que pretenden que no hay más que un
solo partido, y el partido de los que saben que en realidad hay dos.
Habiendo constatado esto, se sabrá reconocer el nuestro.
III
Es un error que se reduzca la guerra
al acontecimiento bruto del enfrentamiento, pero por razones que se
explican sin pesar. Ciertamente, sería completamente perjudicial para el
orden público que la guerra sea aprehendida como lo que es realmente:
la eventualidad suprema cuya preparación y aplazamiento trabajan
interiormente, en un movimiento continuo, toda agrupación humana, y de
la cual la paz no es en el fondo sino un momento. Idénticamente sucede
para el caso de la guerra social, en la que las batallas pueden
permanecer, en su paroxismo, perfectamente silenciosas y, por así decir,
limpias. Uno mismo difícilmente puede suponerlas en un repentino
aumento de la aberración dominante. Tomando esta información, es preciso
reconocer que los enfrentamientos son exageradamente raros, comparados
con las pérdidas.
IV
Es aplicando a este caso particular su axioma fundamental (de acuerdo con el cual lo que no es visto no existe —esse est percipi—)
como el Espectáculo puede mantener la ilusión exorbitante y planetaria
de una frágil paz civil cuyo perfeccionamiento exigiría que se le
permitiera extender en todos los dominios su gigantesca campaña de
pacificación de las sociedades y de neutralización de sus
contradicciones. Pero su fracaso previsible está inscrito lógicamente en
el simple hecho de que esta campaña de pacificación es todavía una guerra
(ciertamente la más espantosa y destructora que haya habido jamás, pues
es librada en nombre de la paz). Además, es uno de los rasgos más
constantes del Espectáculo el que éste sólo hable de guerra empleando un
lenguaje donde la palabra “guerra” no aparece ya y donde sólo es
cuestión de “operaciones humanitarias”, de “sanciones internacionales”,
de “mantenimiento del orden”, de “salvaguardia de los derechos del
Hombre”, de lucha contra el “terrorismo”, las “sectas”, el “extremismo” o
la “pedofilia” y por encima de todo, de “procesos de paz”. El
adversario no lleva ya el nombre de enemigo, sino que en cambio es colocado hors-la-loi y hors-la-humanité
por haber roto y perturbado la paz; y cada guerra librada con el fin de
conservar o extender posiciones de fuerza económicas o estratégicas
tendrá que apelar a una propaganda que la transformará en cruzada o
última guerra de la humanidad. La mentira sobre la cual descansa el
Espectáculo exige que sea así. Por lo demás, este disparate revela una
coherencia sistemática y una lógica interna asombrosas, pero no ocurre
sino hasta que este sistema, presuntamente apolítico y en apariencia
incluso antipolítico, esté al servicio de las configuraciones de las
hostilidades existentes o provoque nuevos reagrupamientos de amigos y
enemigos, pues no sabría escapar tampoco a la lógica de lo político.
Quien no concibe la guerra no concibe su tiempo.
V
Desde su nacimiento, la sociedad mercantil jamás ha renunciado a su odio
absoluto de lo político, y es por mucho en esto que reside su mayor
contrariedad: que el proyecto mismo de erradicarlo sea todavía político. Desde luego quiere hablar de derecho, de economía, de cultura, de filosofía, de medio ambiente e incluso de política, pero jamás de lo
político, dominio de la violencia y los antagonismos existenciales. A
final de cuentas, la sociedad mercantil no es otra cosa que la
organización política de la negación desencadenada de lo
político. Invariablemente, esta negación toma la forma de una
naturalización, cuya imposibilidad se encuentra denunciada de manera
igualmente invariable por crisis periódicas. La economía clásica y el
siglo de liberalismo que le corresponde (1815-1914) constituyeron una
primera tentativa, y un primer fracaso, de esa naturalización. La
doctrina de la utilidad, el sistema de las necesidades, el mito de una
autorregulación “natural” de los mercados, la ideología de los derechos
del hombre y la democracia parlamentaria pueden ser incluidos entre los
numerosos medios que fueron implementados en ese tiempo, para ese fin.
Pero es indiscutiblemente en el período histórico que se abre en 1914
cuando la naturalización de la dominación mercantil reviste su forma más
radical: el Biopoder. En el Biopoder, la totalidad social que se
autonomiza poco a poco llega a hacerse cargo de la vida misma.
Por un lado, se asiste a una politización de lo biológico: la salud, la
belleza, la sexualidad y la energía movilizable de cada individuo atañen
cada año más claramente a la responsabilidad gestionaria de la
sociedad. Por otro lado, es una biologización de lo político la que se
opera: la ecología, la economía, la repartición general del “bienestar” y
de los “cuidados”, el crecimiento, la longevidad y el envejecimiento de
la población se imponen como los principales capítulos con los que se
mide el ejercicio del poder. Esto, por supuesto, es sólo la apariencia
del proceso, no el proceso mismo. De lo que se trata en realidad, es de
apoyar sobre la falsa evidencia del cuerpo y de la vida biológica el
control total de los comportamientos, de las representaciones y de las
relaciones entre los hombres, es decir, en el fondo, de forzar en cada
uno el asentimiento al Espectáculo por medio de un supuesto instinto de
conservación. Debido a que funda su soberanía absoluta sobre la unidad
zoológica de la especie humana y sobre el continuum inmanente de
la producción y reproducción de la “vida”, el Biopoder es esa tiranía
esencialmente asesina que se ejerce sobre cada uno en nombre de todos y
de la “naturaleza”. Toda hostilidad hacia esta sociedad, ya sea la del
criminal, del desviado o del enemigo político, debe ser liquidada, pues
va en contra del interés de la especie, y más particularmente de la
especie en la persona misma del criminal, del desviado y del enemigo
político. Y es así como cada nuevo dictado que restringe un poco más
unas libertades ya irrisorias pretende proteger a cada uno contra sí
mismo, oponiendo a la extravagancia de su soberanía la ultima ratio
de la nuda vida. “Perdónalos, no saben lo que hacen”, dice el Biopoder,
y saca su jeringa. Sin lugar a dudas, la nuda vida siempre ha sido el
punto de vista desde el cual el nihilismo mercantil consideraba al
hombre, punto de vista desde el cual la vida humana deja de ser distinta
a la vida animal. Pero actualmente es toda manifestación de la
trascendencia, de la cual la política es una forma estrepitosa, todo
indicio de libertad, toda expresión de la esencia metafísica y de la
negatividad de los hombres, lo que es tratado como una enfermedad que es
importante, para la felicidad general, suprimir. La inclinación
revolucionaria, patología endémica a la que sin embargo una campaña
permanente de vacunación aún no ha conseguido poner fin, se explica
ciertamente por la conjunción desafortunada de una herencia con riesgos,
índices hormonales excesivos e insuficiencia de cierto neuromediador.
No puede haber política en el seno del Biopoder, sino sólo contra el
Biopoder. Considerando que el Biopoder es la negación consumada de lo
político, la política verdadera tiene que comenzar por liberarse del
Biopoder, es decir, revelarlo como tal.
VI
En el Biopoder, es por consiguiente su dimensión física lo que se le
escapa al hombre, lo que se coloca frente a él y le oprime; y es
precisamente en esto que el Biopoder es un momento del Espectáculo, así
como lo físico es un momento de lo metafísico. Así pues, es una
necesidad de hierro la que (incluso a través del detalle en apariencia
más simple, más inmediato, más material, el cuerpo) condena a la
contestación presente a colocarse sobre el plano metafísico, o a no ser
nada. Por eso ésta no puede ser comprendida, ni siquiera divisada, desde
el interior del Espectáculo o del Biopoder, del mismo modo que todo
aquello que concierne al Partido Imaginario. Por ahora, su atributo
principal radica en su invisibilidad de hecho en el seno del modo de
develamiento mercantil, el cual con seguridad es metafísico, pero de una
metafísica completamente singular que es la negación de la metafísica, y
en primer lugar de sí misma como metafísica. Pero, como el Espectáculo
tiene horror al vacío, no puede limitarse a negar la evidencia masiva de
esas hostilidades de un nuevo género que agitan más y más violentamente
al cuerpo social; es necesario además que las oculte. Resulta por tanto
apropiado a las múltiples fuerzas de la ocultación la invención de
pseudoconflictos cada vez más vacíos, cada vez más fabricados y ellos
mismos cada vez más violentos, aunque antipolíticos. Es sobre este sordo
equilibrio del Terror que reposa la calma aparente de todas las
sociedades del capitalismo tardío.
VII
En este sentido, el Partido Imaginario es el partido político, o más exactamente el partido de lo político, pues es el único que designa como foco de esta sociedad al trabajo metafísico de una hostilidad absoluta, es decir, la existencia en su seno de una verdadera escisión. De este modo, toma igualmente el camino de una política absoluta.
El Partido Imaginario es la forma que reviste lo político a la hora del
colapso de los Estados-Nación, de los que sabemos, de ahora en
adelante, que son mortales. Recuerda dramáticamente a todo Estado que
carece de la demencia, o del vigor, de pretenderse total, que el
espacio político no es, en su realidad, distinto del espacio físico,
social, cultural, etc., que, en otros términos, y de acuerdo con una
vieja formulación, todo es político, o al menos lo es en
potencia. En este punto, lo político aparece más bien como el Todo de
esos espacios que el liberalismo creía poder, predicado tras predicado,
fragmentar. La era del Biopoder es el momento en que, con la dominación
que llega a aplicarse directamente al cuerpo, es incluso la fisiología
individual lo que toma un carácter político, a pesar de la risible
coartada de la naturalidad biológica. Lo político es entonces más que
nunca el elemento total, existencial, metafísico, en el cual se mueve la
libertad humana.
VIII
Asistimos, en estos días oscurecidos, a la fase final de la
descomposición de la sociedad mercantil, cuya existencia convenimos que
ha durado demasiado. Vemos divergir a escala planetaria y en
proporciones cada vez más enormes el mapa de la mercancía y los
territorios del Hombre. El Espectáculo pone en escena un caos mundial,
pero este “caos” manifiesta únicamente la ineptitud, ahora comprobada,
de la visión económica del mundo al no captar nada de la realidad
humana. Se ha vuelto evidente que el valor ya no mide nada: las
contabilidades giran en el vacío. El trabajo mismo ya no tiene otro
objeto que satisfacer la necesidad universal de servidumbre. Y es
incluso el dinero lo que ha terminado por ser derrotado por el vacío que
propagaba. Al mismo tiempo, la totalidad de las viejas instituciones
burguesas, que descansaban en los principios abstractos de la
equivalencia y la representación, han entrado en una crisis de la cual
parecen demasiado cansadas como para ser capaces de recuperarse: la
Justicia ya no consigue juzgar, la Enseñanza enseñar, la Medicina curar,
el Parlamento legislar, la Policía hacer cumplir la ley, ni siquiera la
Familia consigue educar a los hijos. Sin lugar a dudas las formas
exteriores del edificio antiguo permanecen, pero toda vida lo ha
abandonado definitivamente. Flota en una intemporalidad cada vez más
absurda y perceptible. Para engañar al ascenso del desastre, suele
todavía, de vez en cuando, ostentar sus símbolos de desfile, pero nadie
los comprende ya. Su magia ya sólo fascina a sus magos. De este modo, la
Asamblea Nacional se ha convertido en un monumento histórico, que ya
sólo excita a la estúpida curiosidad de los turistas. El Viejo Mundo
ofrece a nuestra vista el paisaje desolador de ruinas nuevas y carcasas
muertas, que aguardan una demolición que no llega e incluso podrían
aguardarla por la eternidad, si no tuviera que llegar a nadie la idea de
emprenderla. Nunca se tuvo el proyecto de tantas fiestas, nunca tampoco
su entusiasmo pareció más falso, fingido y obligado. Ni siquiera los
júbilos más groseros consiguen desprenderse ya de cierto aire de
tristeza. Contra cualquier apariencia, el deterioramiento del conjunto
ocurre no tanto cuando se descompone y corrompe órgano tras órgano, ni,
por otra parte, en algún otro fenómeno positivamente observable, sino
más bien en la diferencia general que ese hecho desencadena;
indiferencia que provoca el claro sentimiento de que nadie se juzga
concernido por él, ni está decidido de algún modo a traerle un remedio. Y
como “contradice a la cordura tanto como a la dignidad el que uno, ante
el sentimiento del estremecimiento de todas las cosas, no haga más que
esperar paciente y ciegamente el derrumbamiento del viejo edificio lleno
de fisuras y atacado en sus raíces, dejándose aplastar por la pila de
ruinas” (Hegel), vemos, en algunos signos que no permite descifrar el
modo de develamiento espectacular, prepararse el inevitable Éxodo fuera
“del viejo edificio lleno de fisuras”. Ya ahora, masas de hombres silenciosos y solitarios aparecen, los cuales eligen vivir dentro de los intersticios del mundo mercantil y rechazan participar
en todo lo que tenga relación con él. No se trata solamente de que los
encantos de la mercancía les dejen obstinadamente fríos, llevan consigo
además una sospecha inexplicable sobre todo lo que les vincula al
universo que ella ha modelado, y que ahora se hunde. Al mismo tiempo,
los disfuncionamientos cada vez más patentes del Estado capitalista, que
ha llegado a ser incapaz de cualquier integración respecto a la
sociedad sobre la cual se erige, garantizan en su seno la subsistencia
necesariamente temporal de espacios de indeterminación, de zonas
autónomas cada vez más vastas y numerosas. Se dibuja allí todo un ethos,
todo un mundo infraespectacular que parece ser un crepúsculo, pero que
en realidad es un alba. Formas de vida aparecen, cuya promesa va mucho
más allá de la descomposición. En muchos aspectos, esto se asemeja a una
experiencia masiva de la ilegalidad y la clandestinidad. Existen
momentos en que ya se vive como si este mundo no siguiera
existiendo. Mientras tanto, y como una confirmación de este mal
presagio, vemos multiplicarse las crispaciones y los endurecimientos
desesperados de un orden que siente que muere. se habla de reforma de la República, cuando el tiempo de las repúblicas ha pasado. se
habla todavía del color de las banderas, cuando es la era de las
banderas la que se ha ido. Tal es el espectáculo grandioso y mortal que
se devela a quien se atreve a considerar su tiempo desde el punto de
vista de su negación, es decir, desde el punto de vista del Partido
Imaginario.
IX
El período histórico en el que entramos ha de ser un tiempo de extrema
violencia y de grandes desórdenes. El estado de excepción permanente y
generalizado es la única manera con la que puede mantenerse la sociedad
mercantil, cuando ésta ha terminado de socavar sus propias condiciones
de posibilidad para instalarse duraderamente en el nihilismo. Sin lugar a
dudas, la dominación sigue teniendo para sí misma la fuerza —tanto la
fuerza física como la simbólica—, pero ya no tiene más que esto. Al
mismo tiempo que el discurso de su crítica, esta sociedad ha perdido el discurso de su justificación.
Se encuentra aquí ante un abismo, al que descubre como su corazón. Y es
esta verdad por todas partes sensible a la que disfraza sin parar,
abrazando para cualquier propósito el “lenguaje de la adulación”, en el
cual “el contenido del discurso que el espíritu tiene de sí mismo y
sobre sí mismo es la perversión de todos los conceptos y realidades, es
el engaño universal de sí mismo y de los otros, y la desvergüenza de
enunciar ese engaño es por ello la mayor verdad”, y en el cual “la
simple consciencia de lo verdadero y del bien […] no puede decir nada a
este espíritu que no haya sabido y dicho él mismo”. En estas
condiciones, “si la consciencia simple exige finalmente la disolución de
todo este mundo de perversión, resulta que esa consciencia no puede
exigir al individuo que se aleje de ese mundo, pues incluso
Diógenes en su tonel está condicionado por ese mundo; además, esa
exigencia hecha al individuo singular es precisamente lo que pasa por el
mal, pues el mal consiste en preocuparse de sí mismo en cuanto singular
[…]. La exigencia de tal disolución sólo puede dirigirse al espíritu
mismo de la cultura”. Se reconoce en esto la descripción verdadera del
lenguaje que a partir de ahora habla la dominación en sus formas más
avanzadas, cuando ha incorporado a su discurso la crítica de la sociedad
de consumo, la del espectáculo y la de su miseria. La “cultura Canal+” y
el “espíritu Inrockuptibles” proporcionan, para Francia, ejemplos
pasajeros de esto, pero significativos. Más generalmente es el lenguaje
centelleante y sofisticado del cínico moderno, quien ha identificado
definitivamente todo uso de la libertad con la libertad abstracta de
aceptar todo, pero a su manera. En su soledad habladora, la consciencia
aguda de su mundo se enorgullece de su perfecta impotencia para
cambiarlo. Se encuentra incluso movilizada de manera maníaca contra la
consciencia de sí y contra toda búsqueda de sustancialidad. Tal mundo,
que “sabe todo como extrañado de sí mismo, sabe al ser-para-sí separado
del ser-en-sí, o aquello a que se apunta y aquello a que se aspira
separados de la verdad” (Hegel), que, en otros términos, en tanto domina
todo efectivamente, se ha dedicado al lujo de reconocer abiertamente su
dominación como vana, absurda e ilegítima, sólo reclama en su contra, y
como única respuesta a lo que enuncia, la violencia de aquellos que,
tras haber sido desnudados por él de todo derecho, sacan su derecho en
la hostilidad. Ya no se puede reinar inocentemente.
X
En este estadio, la dominación, que siente cómo se le escapa la vida
inexorablemente, se vuelve loca y aspira a una tiranía de cuyos medios
está desprovista. El Biopoder y el Espectáculo corresponden, como
momentos complementarios, a esta última radicalización de la aberración
mercantil que parece ser su triunfo y preludia su ruina. En ambos casos,
se trata de erradicar de la realidad todo cuanto, en ella, excede a su
representación. Al final, una desbocada arbitrariedad se une a este
edificio en ruinas que pretende dirigir todo y aniquilar lo antes
posible todo cuanto se atreva a darse una existencia independiente de
él. Es aquí donde nosotros nos encontramos. La sociedad del Espectáculo
se ha vuelto intratable sobre este punto: hace falta participar en el crimen colectivo de su existencia, nadie
debe ser capaz de pretender permanecer exterior a ella. Esa sociedad ya
no puede tolerar la existencia de este colosal partido de la abstención
que es el Partido Imaginario. Hace falta “trabajar”, es decir,
mantenerse en todo instante a su disposición, ser movilizable.
Para lograr sus fines, hace uso en una medida igual de los medios más
burdos, como la amenaza del hambre, y los más solapados, como la
Jovencita. La cantinela marchitada de la “ciudadanía”, que cunde por
todas partes y entre todos, expresa la dictadura del deber abstracto de
participación en una totalidad social que se ha autonomizado de todas
las maneras posibles. Y es así, por el hecho mismo de esta dictadura,
como el partido negativo de la negatividad llega poco a poco a
unificarse, y como adquiere un contenido positivo. Pues los elementos de
la multitud de los indiferentes que se ignoraban mutuamente y que no
pensaban ser de ningún partido, se ven todos de igual modo como el
blanco de una dictadura única y central, la dictadura del Espectáculo,
de la cual el asalariado, la mercancía, el nihilismo o el imperativo de
visibilidad no son más que algunos aspectos parciales. Es pues la
dominación misma quien les impone, a ellos que estarían con mucho gusto
contentos por una existencia flotante, reconocerse como lo que son: unos
rebeldes, unos Waldgänger. “El enemigo contemporáneo no para de
imitar al ejército del faraón: persigue a los fugitivos y a los
desertores, pero nunca consigue adelantarlos o afrontarlos” (Paolo
Virno, Milagro, virtuosidad y déjà-vu). En el curso de este
éxodo, solidaridades inéditas se constituyen, amigos y hermanos se
congregan detrás de las nuevas líneas del frente que se dibujan, la
oposición formal entre el Espectáculo y el Partido Imaginario deviene
concreta. Se desarrolla así, entre los que toman acto de su marginalidad
esencial, un poderoso sentimiento de pertenencia a la no-pertenencia,
una suerte de comunidad del Exilio. La simple sensación de la extrañeza
hacia este mundo se transforma, según el criterio de estas
circunstancias, en una intimidad con la extrañeza. La fuga, que
no era más que una ocurrencia, deviene una estrategia. Ahora bien, “la
fuga —dice la trigésimo sexta estratagema— es la política suprema”. Pero
entonces, el Partido Imaginario ya no es sólo imaginario: comienza a
conocerse como tal y camina con lentitud hacia su realización, la cual
es su ruina. A partir de aquí la hostilidad metafísica respecto a esta
sociedad ha dejado de ser vivida sobre un modo puramente negativo, como
indiferencia lisa hacia todo lo que puede sobrevenir, como rechazo a desempeñar un
papel, como puesta en tela de juicio de la dominación mediante el
rechazo a la denominación. Dicha hostilidad ha tomado un carácter
positivo y de este modo tan perfectamente inquietante, que el poder no
se equivoca, en su paranoia, al ver terroristas por todas partes. Se
trata de un odio frío y limpio, como puede serlo una angina, que por el
momento no se expresa abierta y teóricamente, sino más bien mediante una
parálisis práctica de todo el aparato social, mediante una malevolencia
muda y obstinada, mediante el sabotaje de toda innovación, movimiento e
inteligencia. No existe “crisis” en ninguna parte, sólo existe la
omnipresencia del Partido Imaginario, cuyo centro está por todas partes y
su circunferencia en ninguna, pues opera sobre el mismo territorio que el Espectáculo.
XI
Cada uno de los fracasos de esta sociedad debe, por tanto, ser comprendido positivamente,
como la obra del Partido Imaginario, como la obra de la negatividad, es
decir, de lo humano: dentro de tal guerra, todo lo que niega a uno de
los partidos, incluso sólo subjetivamente, respalda objetivamente
al otro. La radicalidad de los tiempos impone sus condiciones.
Independientemente del Espectáculo, la noción de Partido Imaginario es
lo que vuelve visible la nueva configuración de las hostilidades. El
Partido Imaginario reivindica la totalidad de lo que en pensamientos,
palabras o actos conspira por la destrucción del orden presente. El
desastre es su obra.
XII
Hasta cierto punto, el Partido Imaginario corresponde al espectro, a la
presencia invisible o al retorno fantaseado de lo Otro en una sociedad
en que toda alteridad ha sido suprimida; fue la puesta en
equivalencia separada de todo lo que la ha generalizado. Pero esta
pesadilla, esta idea de suicidio que pasa por la cabeza del Espectáculo,
si se tiene en cuenta el propio carácter imaginario de la producción
social presente, no puede tardar en engendrar su realidad como
consciencia que deviene práctica, como consciencia inmediatamente
práctica. El Partido Imaginario es el otro nombre de la enfermedad
vergonzosa del poder estremecido: la paranoia, que Canetti definió muy
vagamente como “la enfermedad de los poderes”. El despliegue desesperado
y planetario de dispositivos de control del espacio público cada vez
más masivos y sofisticados materializa de manera punzante la locura
asilaria de la dominación herida, que persigue aún el viejo sueño de los
Titanes, el sueño de un Estado universal, cuando ya es sólo un enano
entre los demás, y con ello una enfermedad. En esta fase terminal, ya no
habla más que de lucha contra el terrorismo, la delincuencia, el
extremismo y la criminalidad, porque tiene constitutivamente prohibido
mencionar explícitamente la existencia del Partido Imaginario. Esto
además representa para ella, en el combate, una desventaja muy cierta,
ya que no es capaz de designar al odio de sus fanáticos “el enemigo
verdadero que infunde una valentía infinita” (Kafka).
XIII
No obstante, es preciso reconocer que esta paranoia no carece de
razones, tomando en cuenta la dirección del desarrollo histórico. Es un hecho que en el punto al que hemos llegado dentro del proceso de socialización de la sociedad, cada acto individual de destrucción constituye un acto de terrorismo, lo cual quiere decir que apunta objetivamente
a la sociedad en su conjunto. Así por ejemplo, en el extremo, el
suicido, que manifiesta con un solo gesto la confusión de la muerte y la
libertad, aquello que limita, suspende y anula la soberanía del
Biopoder, y que adquiere con ello el sentido de un atentado directo
contra la dominación, que se ve así arrebatar una bella fuerza de
consumo, de producción y reproducción de su mundo. De la misma manera,
cuando la ley no descansa ya sobre ninguna otra cosa que su
promulgación, es decir, sobre la fuerza y la arbitrariedad cuando entra
en una fase de proliferación autónoma, y por encima de todo, cuando
ningún ethos le da ya sustancia, todo crimen debe entonces ser comprendido como una contestación total
de un orden social sólidamente arruinado. Todo asesinato no es ya el
asesinato de una persona particular —suponiendo que una cosa como una
“persona particular” sea todavía posible— sino puro asesinato, sin objeto ni sujeto, sin culpable ni víctima. Este asesinato es inmediatamente
un atentado contra la ley, que si bien no existe, quiere reinar en
todas partes. A partir de ahora, las infracciones más insignificantes
han cambiado de sentido. Todos los crímenes han devenido crímenes políticos,
y es esto precisamente lo que la dominación debe ocultar a toda costa
para velar a todos el hecho de que una época ha quedado atrás, de que la
violencia política, tras haber sido enterrada con vida, viene a saldar
cuentas bajo formas que se le
desconocían. Así pues, el Partido Imaginario se manifiesta flanqueado
de un cierto carácter de terrorismo ciego, al cual el Espectáculo puede
captar intuitivamente. Sin lugar a dudas, es posible interpretarlo como
el momento en que todas las sociedades mercantiles desarrolladas
interiorizan la negación que mantenían en la exterioridad ilusoria,
aunque catártica, del “socialismo realmente existente”, pero esto es su
aspecto más superficial. También es lícito para cada uno disminuir su
carácter insólito al constatar que, por regla general, “una unidad
política sólo puede existir como res publica, como publicidad, y esto se pone en discusión cada vez que en ella se crea un espacio de no-publicidad
que sea una desaprobación efectiva de la primera”. Y ciertamente no
resulta raro, entonces, que algunos tomen el partido de “desaparecer en
la sombra y transformarla en un espacio estratégico, del cual partirán
los ataques que destruirán el lugar donde hasta ahora el imperium
se encuentra manifestado así como a la vasta escena de la vida pública
oficial, todo lo cual una inteligencia tecnocrática no sabría organizar”
(Carl Schmitt, Teoría del partisano). Es una tentación
constante, en efecto, concebir la existencia positiva del Partido
Imaginario simplemente bajo la figura familiar de la guerrilla, de la
guerra civil, de la guerra de partisanos, de un conflicto sin línea del
frente precisa ni declaración de hostilidades, sin armisticio ni
tratados de paz. Y en muchos aspectos, se trata por mucho de una guerra
que no es nada más allá de sus actos, de sus violencias y sus crímenes y
que hasta este momento parece no tener otro programa que el de devenir
violencia consciente, es decir, consciente de su carácter metafísico y político.
XIV
Puesto que el Espectáculo no puede (en virtud de la aberración
congénita de su visión del mundo así como de consideraciones
estratégicas) decir nada, ver nada ni comprender nada del Partido
Imaginario, cuya sustancia es puramente metafísica, la forma particular
bajo la cual este último hace irrupción en la visibilidad es la forma-catástrofe. La catástrofe es lo que devela, pero no puede ser develado. Con ello es preciso comprender que la catástrofe no existe sino para el Espectáculo, del cual arruina de un solo golpe y sin retorno toda su paciente labor de hacer pasar por el mundo lo que es sólo su Weltanschauung,
que se señala además porque es incapaz, como todo lo que se ha acabado,
de concebir su aniquilamiento. En cada “catástrofe”, es el modo mismo
de develamiento mercantil lo que se ve a sí mismo develado y suspendido.
Su carácter de evidencia vuela aquí en pedazos. La totalidad de las
categorías que impone usar en la aprehensión de la realidad queda
arruinada. El interés, la equivalencia, el cálculo, la utilidad, el
trabajo y el valor son puestos en desbandada por lo inasignable de la
negación. Por eso el Partido Imaginario es conocido en el Espectáculo
como el partido del caos, la crisis y el desastre.
XV
Es en la medida exacta en que la catástrofe es la verdad en estado de
fulguración, que los hombres del Partido Imaginario trabajan para
hacerla advenir, por todos los medios. Los ejes de comunicación son
blancos privilegiados para ellos. Saben cómo unas infraestructuras que
“valen millones” pueden ser anuladas con un solo golpe de audacia.
Conocen las debilidades tácticas, los puntos de menor resistencia y los
momentos de vulnerabilidad de la organización adversa. Aparte de esto,
pueden ser capaces de elegir más libremente que aquélla el teatro de sus
operaciones, y actúan en el punto en que fuerzas ínfimas son capaces de
causar grandes daños. Lo más problemático es que cuando se
les interroga al respecto, ciertamente saben todo de sus acciones,
aunque sin saber que lo saben. Y así, un obrero anónimo de una fábrica
de embotellamiento vierte “porque sí” cianuro en un puñado de latas, un
joven asesina a un turista en nombre de la “pureza de la montaña” y
firma su crimen como “el mecías”
(sic), otro revienta “sin razón aparente” los sesos de su padre
pequeñoburgués el día de su fiesta, un tercero abre fuego sobre el
rebaño prudente de sus camaradas de escuela, un último arroja
“gratuitamente” bloques de cemento sobre los coches en marcha desde lo
alto de los puentes peatonales de una autopista, cuando no los está
incendiando en sus estacionamientos. En el Espectáculo, el Partido
Imaginario no parece estar compuesto de hombres, sino de actos extraños,
en el sentido en que los entiende la tradición sabatea. Sin embargo,
estos actos no están ellos mismos vinculados entre ellos, sino
sistemáticamente contenidos en el enigma de la excepción; nunca se pensaría en ver en ellos las manifestaciones de una sola y misma negatividad humana, pues se desconoce lo que es la negatividad; además, se
desconoce también lo que es la humanidad, e incluso si eso existe. Todo
esto sobresale en el registro de lo absurdo, y a este precio no es gran
cosa que no sobresalga ahí. Por encima de todo, el se no quiere ver que se tratan en realidad de ataques dirigidos contra él y su ignominia. Así pues, desde el punto de vista
espectacular, desde el punto de vista de una determinada alienación del
estado de explicitación pública, el Partido Imaginario se resume en un
conjunto confuso de actos criminales gratuitos y aislados, de los cuales
los autores no poseen su sentido, así como a la irrupción periódica en
la visibilidad de formas cada vez más misteriosas de terrorismo; cosas
ellas que terminan igualmente por producir, con el tiempo, la impresión
desagradable de que uno no
está resguardado de nada en el Espectáculo, de que una oscura amenaza
pesa sobre el ordenamiento vacío de la sociedad mercantil.
Indiscutiblemente, el estado de excepción se ha generalizado. Nadie
puede ya aspirar, en cualquiera de los campos, a la seguridad. Y esto es
bueno. Nosotros sabemos actualmente que el desenlace está próximo. “La
santidad lúcida reconoce en sí misma la necesidad de destruir, la
necesidad de una salida trágica” (Bataille, El culpable).
XVI
La configuración efectiva de las hostilidades que la noción de Partido
Imaginario vuelve legible está esencialmente marcada por la asimetría.
Actualmente no lidiamos con la disputa entre dos campos que
rivalizarían por la conquista de un mismo trofeo alrededor del cual, a
final de cuentas, se volverían a encontrar. Aquí, los protagonistas se
mueven sobre planos tan perfectamente extraños el uno del otro que sólo
se encuentran en muy raros puntos de intersección, y después de todo,
más o menos al azar. Pero esta extrañeza misma es asimétrica: ya que, si
para el Partido Imaginario el Espectáculo no guarda misterio, para el
Espectáculo el Partido Imaginario debe seguir siendo para siempre un
arcano. De esto se sigue una consecuencia estratégica de primera
magnitud: mientras que nosotros podemos fácilmente designar a nuestro
enemigo, que además es por esencia lo designable, nuestro enemigo, por
su parte, no puede designarnos. No existe uniforme alguno del Partido
Imaginario, pues el uniforme es precisamente el atributo central del
Espectáculo. Es por eso que todo uniforme debe sentirse amenazado ahora
y, con él, todo aquello cuyo lema él representa. En otros términos, el
Partido Imaginario reconoce sólo a sus enemigos, no a sus miembros, pues sus enemigos son precisamente todos aquellos que uno reconoce.
Los hombres del Partido Imaginario, al reapropiarse su ser-Bloom, se
han reapropiado el anonimato al que fueron restringidos. Así, devuelven
contra el Espectáculo la situación a la que los llevó, y la disponen
como una condición de invisibilidad. De cierta manera, han hecho pagar a
esta sociedad el crimen imprescriptible de haberlos despojado de
su nombre —es decir, del reconocimiento de su singularidad soberana y,
con esto, de toda vida propiamente humana—, de haberlos excluido de toda
visibilidad, de toda comunidad y de toda participación, de haberlos
arrojado a la indistinción de la muchedumbre, a la nada de la vida
ordinaria, a la masa suspendida de los homo sacer, y de haber impedido a su existencia el acceso al sentido. Es de esta condición, en la cual uno quisiera mantenerlos, que ellos parten.
Resulta perfectamente insuficiente, aunque al mismo tiempo
significativo de cierta impotencia intelectual, señalar que, en este
terrorismo, los inocentes reciben el castigo “de no ser nada, de quedar
sin destino, de haber sido desposeídos de su nombre por un sistema él
mismo anónimo del que se vuelven entonces su encarnación más pura.
[Visto que] son los productos terminados de lo social, de una socialidad
abstracta ahora mundializada” (Baudrillard). Pues cada uno de esos
asesinatos sin motivación ni víctima designada, cada uno de esos
sabotajes anónimos, constituye un acto de Tiqqun. Ejecuta la sentencia que este mundo ha pronunciado ya
contra sí mismo. Reduce a la nada lo que el Espíritu había abandonado, a
la muerte lo que ya sólo vivía sobreviviendo, a la ruina lo que desde
hace mucho tiempo ya sólo era escombros. Y si hiciera falta aceptar para
estos actos el absurdo calificativo de “gratuitos”, es porque no
apuntan más que a manifestar lo que ya es verdadero, pero está todavía oculto, a realizar lo que ya es real, pero no reconocido como tal. Ellos no agregan nada al curso del desastre, simplemente toman acto y dan acto.
XVII
Que su enemigo no tenga cara, ni nombre, ni nada que forme parte de una
identidad, que se presente siempre, a pesar de sus designios colosales,
bajo el disfraz de un perfecto Bloom, he aquí lo que es adecuado para
desencadenar la paranoia del poder. Johann Georg Elser, cuyo atentado de
bomba, en Múnich el 8 de noviembre de 1939, perdonó la vida de Hitler
sólo por un ligero golpe de suerte, proporciona el modelo de lo que
hundirá, en los años que vienen, a la dominación mercantil en un pavor
cada vez más sensible. Elser era un Bloom modelo, tanto lo era que una
expresión así no enuncia una contradicción inaceptable. Todo en él
evocaba a la neutralidad y la nada. Su ausencia en el mundo era
completa, su soledad absoluta. Su banalidad misma era banal. La pobreza
de espíritu, la falta de personalidad y la insignificancia eran sus
únicos atributos, pero nunca llegaron a singularizarlo. Cuando cuenta su
vida cualquiera de carpintero, todo sale a partir de una impersonalidad
que no tiene fondo. Nada despierta en él pasión alguna. La política y
la ideología lo dejan igualmente indiferente. No sabe ni lo que es el
comunismo ni lo que es el nacionalsocialismo, y sin embargo es un
obrero, en Alemania, en los años 30 de este siglo. Y cuando los “jueces”
lo interrogan sobre los motivos de un acto que le ha tomado un año
preparar con un cuidado minucioso, sólo consigue mencionar el aumento de
los descuentos sobre el salario de los trabajadores. Declara incluso
que no tenía la intención de eliminar el nacionalsocialismo, sino sólo a
algunos hombres que juzgaba malos. Y fue un ser así quien fracasó en
salvar el mundo de una guerra mundial y sufrimientos sin igual. Su
proyecto no descansaba sobre nada, nada más que la resolución solitaria
de devastar aquello cuya existencia lo negaba, aquello que le era
indeciblemente enemigo, aquello que representaba la hegemonía del Mal.
No sacaba su derecho más que de sí mismo, es decir, de lo explosivo
absoluto de su decisión. El “partido del orden” tendrá que
enfrentarse, y lo hace ya, a la multiplicación de tales actos
elementales de terrorismo, a los cuales no puede ni comprender ni
prever, ya que no se autorizan por nada más que la inquebrantable
soberanía metafísica, la loca posibilidad de desastre que cada
existencia humana porta en sí misma, aunque sea en una dosis
infinitesimal. Nada puede poner en resguardo de tales erupciones, las
cuales apuntan a lo social en respuesta al terrorismo de lo
social, ni siquiera la gloria. Su blanco es vasto como el mundo. Por
eso, todo lo que se emplea para permanecer en el Espectáculo debe a
partir de ahora vivir en el terror de una amenaza de aniquilación, de la
que nadie sabe de dónde emana ni a qué concierne y de la que apenas se
puede adivinar que tenga propensión a ser ejemplar. En semejantes hazañas,
la falta de objetivo descifrable forma necesariamente parte del
objetivo mismo, pues es de este modo como manifiestan una exterioridad,
una extranjería, una irreductibilidad al modo de develamiento mercantil,
pues es de este modo como lo corroen. De lo que se trata es de esparcir
la inquietud que hace metafísicos a los hombres, y la duda que
agrieta piso a piso la interpretación dominante del mundo. Resulta vano,
por tanto, que se nos atribuya un fin inmediato, si no es quizá la esperanza de provocar una avería
más o menos duradera de la máquina en su conjunto. Nada es más capaz de
abolir la totalidad del mundo de la alienación administrada que una de
esas suspensiones milagrosas en que bruscamente vuelve toda la humanidad
que el Espectáculo eclipsa habitualmente, en que se derrota al imperio
de la separación, en que las bocas redescubren la palabra a la cual se
sienten obligadas, en que los hombres renacen a la mirada de sus
semejantes y con la inextinguible necesidad que de ellos tienen. La
dominación a veces necesita varias décadas para recuperarse
completamente de uno solo de esos momentos de intensa verdad. Pero uno
se confundiría gravemente acerca de la estrategia del Partido Imaginario
si la redujera a la persecución de la catástrofe. No se
confundiría menos al atribuirnos la niñería de querer pulverizar con un
solo golpe no se sabe qué cuartel general donde el poder se encontraría
concentrado. No se toma por asalto un modo de develamiento como si se
tratara de una fortaleza, incluso si una pudiera útilmente conducir a la
otra. Por eso, el Partido Imaginario no apunta a la insurrección
general contra el Espectáculo, ni siquiera a su destrucción directa e
instantánea. Más bien agencia un conjunto de condiciones tales que la
dominación sucumba lo más deprisa y largamente posible a la parálisis
progresiva a la que la condena su paranoia. Si bien no abandona en
ningún momento el designio de acabarlo él mismo, su táctica no consiste
en atacarlo de frente, sino, en el acto mismo de escurrirse, en orientar
y apresurar el desenlace de su enfermedad. “Es en esto que es temible
para los detentadores de un poder que no le reconoce: al no dejarse
asir, al ser tanto la disolución del hecho social como la obstinación
reacia a reinventar éste como una soberanía que la ley no puede
circunscribir” (Blanchot, La comunidad inconfesable). Impotente
frente a la omnipresencia de este peligro, la dominación, que se siente
cada vez más sola, traicionada y frágil, no tiene otra elección que
extender el control y la sospecha a la totalidad de un territorio en que
la libre circulación sigue siendo, sin embargo, su principio vital.
Puede rodear sus “gated communities” de tantos guardias como
quiera; el suelo no dejará de escurrirse menos por debajo de sus pies.
Está en la esencia del Partido Imaginario mermar por todas partes el
fundamento mismo de la sociedad mercantil: el crédito. Su acción disolvente no se conoce otro límite que el derrumbamiento de eso que ella mina.
XVIII
No es tanto el contenido de los crímenes del Partido Imaginario lo que tiende a arruinar el imperium de la paz sanguinaria, como lo es su forma.
Pues su forma es la de una hostilidad sin objeto preciso, la de un odio
fundamental que surge, independientemente de cualquier obstáculo, desde
la interioridad más insondable, desde las profundidades inalteradas
donde el hombre mantiene un contacto verdadero consigo mismo. Es por
esto que emana de ellos una fuerza que toda la habladuría del
Espectáculo no consigue encauzar. Los niños japoneses, que podemos
merecidamente considerar como una apasionada vanguardia del Partido
Imaginario, han forjado algunas locuciones verbales para designar ese
acceso de cólera absoluta, en el cual algo los arrastra, algo que es y
no es ellos, que es mucho más que ellos. La más extendida de entre ellas
es mukatsuku; significa originalmente “tener náuseas”, es decir, estar poseído por la más física de las sensaciones metafísicas. En esta rabia especial se da algo sagrado.
XIX
Sin embargo, es evidente que el Espectáculo ya no puede contentarse,
ante esas masacres, crímenes y catástrofes que le asedian, ante ese peso
inexplicable que se acumula, con constatar la extensión de una hiancia
en su visión del mundo. Por lo demás, él lo expresa sin rodeos: “Sin
duda nos gustaría que esta violencia fuera fruto de la miseria, de la
gran pobreza. Esto sería más fácil de admitir” (Événement du Jeudi,
10 de septiembre de 1998). Como lo podemos observar con una
enternecedora regularidad, su primer movimiento consiste en adelantar
una explicación a todo precio, incluso si arruina todo aquello sobre lo
cual en teoría descansa. Así, cuando el patético de Clinton es llamado a
rendir razón y sacar las consecuencias del Bello Gesto de Kipland
Kinkel, Bloom ejemplar en muchos aspectos, no encuentra otro responsable
que “la influencia de la nueva cultura de las películas y los juegos
violentos”. Al hacerlo, presenta la constatación de la transparencia,
insustancialidad y liquidación radicales del sujeto por parte la
dominación mercantil, y reconoce públicamente que la trágica robinsonada
sobre la que ésta pretende fundarse —la irreductibilidad de la persona
jurídica individual— ya no es tolerable. Socava ingenuamente el
principio mismo de la sociedad mercantil, sin el cual el derecho, la
propiedad privada, la venta de la fuerza de trabajo y hasta aquello que
ella llama “cultura”, conciernen a lo sumo a la literatura fantástica.
El se prefiere incluso
sacrificar el edificio completo de su pseudojustificación antes que
penetrar las razones y naturaleza del enemigo. Pues entonces, tendría
que estarse de acuerdo con Marx en que “la coincidencia de la
transformación de las circunstancias y de la actividad humana o la
autotransformación del hombre sólo puede ser captada y comprendida
racionalmente como praxis revolucionaria”. Y después, en un segundo paso, uno cae de nuevo sobre esta confesión, que uno trata actualmente de borrar; es el penoso momento en que uno queda
exhausto con epílogos ridículos sobre la psicología inexistente del
Bloom que ha pasado al acto. A pesar de estas interminables
consideraciones, no conseguimos prevenirnos del sentimiento que es en el
fondo, durante este proceso, el se
mismo quien es juzgado, y la sociedad quien ocupa el lugar del acusado.
Sólo puede ser evidente que el origen de su gesto no tiene nada de
subjetivo, que simplemente se opone, en la santidad, a la objetividad de
la dominación. En este punto, incluso se llega a confesar, de mala gana, que en efecto es una guerra social la que se está lidiando, sin precisar, no obstante, cuál guerra social, es decir, quiénes
son sus protagonistas: “Los autores de estos golpes de locura, estos
nuevos bárbaros, no son todos inadaptados sociales. La mayoría de las
veces son personas muy ordinarias” (Evénement du Jeudi, 10 de septiembre de 1998). Es ahora esta última retórica de la hostilidad absoluta, en la que el enemigo, que se
ha tenido cuidado de nombrar, es declarado bárbaro y arrojado fuera de
la humanidad, lo que tiende a imponerse de manera universal. La prueba
es que a partir de ahora es posible escuchar, justo en medio de un
período de supuesta paz social, a un potentado cualquiera de los
transportes públicos proclamar: “Nos dirigimos a la reconquista del
territorio”. Y de hecho, vemos esparcirse por todas partes, bajo formas
generalmente confeccionadas, la certeza de la existencia de un enemigo
interior innombrable, que proseguiría una acción continua de sabotaje;
pero esta vez, desgraciadamente, ya no hay kuláks que haya que “liquidar
en cuanto clase”. Sería un error, entonces, no suscribir la perspectiva
paranoica, que supone detrás de la multiplicidad inarticulada de las
manifestaciones del mundo a una voluntad única armada con designios
oscuros: pues en un mundo de paranoicos, son los paranoicos quienes
tienen razón.
XX
Que el Espectáculo tema albergar en su seno un partido imaginario,
incluso si es en realidad lo inverso lo que se produce —en efecto, es
más bien el Partido Imaginario quien alberga en su aura al Espectáculo—,
traiciona bastante su sospecha de que cuando ha calificado aquellos
actos de destrucción como “gratuitos”, no ha dicho todo lo que hay que
decir sobre ellos. Resulta flagrante que el conjunto de las malas
acciones que se atribuyen
a esos “locos”, a esos “bárbaros”, a esos “irresponsables”, contribuyen
todas de manera adyacente a un proyecto único no formulado: la
liquidación de la dominación mercantil. En última instancia, se trata
siempre de volverle objetivamente la vida imposible, de propagar la inquietud,
la duda y el recelo, de hacer, en la modesta medida de los medios de
cada uno, todo el mal posible. Nada puede explicar más la ausencia
sistemática de remordimiento entre esos criminales que el sentimiento
mudo de participar en una grandiosa obra de devastación. Con toda
evidencia, esos hombres en sí mismos insignificantes son los agentes de
una razón severa, histórica y trascendente que reclama el aniquilamiento
de este mundo, es decir, el cumplimiento de su nada. Lo único que los distingue de las fracciones conscientes del Partido Imaginario es el hecho de que ellas no trabajan por el fin del mundo, sino por el fin de un
mundo. Esta diferencia puede, en un momento dado, dejar un espacio
suficiente para el odio más razonado. Pero esto no tiene importancia
para el Partido Imaginario mismo, el cual debe seguir siendo la próxima figura del Espíritu.
XXI
Los hombres del Partido Imaginario combaten como irregulares. Son
voluntarios en aquella guerra de España en la que el ocupante
espectacular queda arruinado al estacionar sus tropas y municiones, y en
la que hace estragos una dialéctica paroxística al término de la cual
“la fuerza y la importancia de la irregularidad quedan determinadas por
la fuerza y la importancia de la organización regular que aquélla pone
en tela de juicio” (Carl Schmitt), y viceversa. El Partido Imaginario
puede contar con el hecho de que un puñado de partisanos son suficientes
para inmovilizar completamente al “partido del orden”. En la guerra que
se libra actualmente, no queda nada de un jus belli. La hostilidad es absoluta. Al mismo “partido del orden” no le avergüenza recordarlo de vez en cuando: il faut opérer en partisan partout où il y a des partisans
(basta saber lo que las prisiones han llegado a ser en la última
década, y de qué manera los diversos policías han tomado al mismo tiempo
la costumbre de proceder con los “marginados”, para comprender lo que
tal consigna puede significar en términos de sangrienta arbitrariedad).
Por eso, en la medida en que subsista la dominación mercantil, los
hombres del Partido Imaginario tendrán que esperar a ser tratados por
ella como criminales, o como animales de caza, dependiendo. La
desproporción de las armas y las penas que se
blanden a partir de ahora en su contra no se relacionan con una
coyuntura cualquiera de la política de represión, sino que es
consustancial de lo que es, y de lo que es su enemigo. Lo que con esto
se expresa es el simple hecho de que el Partido Imaginario contiene en
su principio la negación de todo aquello sobre lo que se erige la
dominación mercantil, una negación que se habrá manifestado en acto,
antes de manifestarse como discurso. A diferencia de las revoluciones
del pasado, la rebelión que viene no apela a ninguna de las
trascendencias seculares que el desgaste continuado por tantos regímenes
opresores ávidos de justificarse ha terminado por volver odiosas. En
ningún momento pretende obtener su legitimidad del Pueblo, la Opinión,
la Iglesia, la Nación o la Clase Obrera, incluso bajo una forma
atenuada. No funda su causa sobre nada, pero esta nada es la Nada que
sabemos idéntica al Ser. Que sus crímenes den testimonio de una
soberanía tan milagrosa, proviene del hecho de que ésta no se inscribe
en ninguna de esas trascendencias particulares, por otra parte difuntas,
sino que se arraiga más bien en la Trascendencia en cuanto tal,
sin intermediarios. Es de este modo como representa para el Estado
mercantil el peligro más formidable que haya visto jamás crecer frente a
sí. Lo que a partir de ahora le obstaculiza no se opone a tal o cual
aspecto del derecho, ni a tal o cual ley, sino que más bien ataca a lo
que precede a toda ley, a la obligación de obediencia misma. Peor
aún, el partisano del Partido Imaginario evoluciona en la más completa
violación de todas las reglas existentes sin tener jamás el sentimiento
de transgredirlas, actuando con total desprecio a éstas. No se opone al derecho, lo depone. Aspira a una justificación superior a todas las leyes escritas y no escritas: el texto sin ley que él mismo es.
Renueva así el escándalo absoluto de la doctrina sabatea, que afirmaba
que “el cumplimiento de la Ley es su transgresión”, y la deja atrás.
Constituye por sí mismo un fragmento del Tiqqun, en la medida en
que es la viva abolición de la ley antigua, que repartía, dividía y
separaba. Responde al estado de excepción con el estado de excepción, y
reenvía así todo el edificio jurídico a su triste irrealidad. Por
último, si no representa a nadie ni nada, esto no es así en absoluto por
defecto, sino más bien al contrario por exceso, por rechazo al
principio mismo de la representación. Partiendo de la irreductibilidad
fundamental de toda existencia humana, se proclama a sí mismo como algo
no susceptible de representación, como lo irrepresentable, pero también de este modo como el irrepresentante.
Análogo en este sentido a la totalidad del lenguaje, o del mundo,
desafía toda puesta en equivalencia concreta. Tal Partido Imaginario,
que devuelve todo el monumento del derecho a su origen ínfimo de ficción
novelesca, reduce al Estado mercantil al rango de una asociación de
malhechores únicamente más consecuentes, organizados y poderosos que los
demás. Esto no supone para nada una desorganización social cualquiera.
Chicago, en los años veinte, fue ejemplarmente administrada. Como vemos,
el Partido Imaginario es tan fundamentalmente antiestatal como
antipopular. Nada le es más odioso que la idea de unidad política,
excepto tal vez la idea de obediencia. En las condiciones presentes, no
puede ser otra cosa que el no-partido de la multitud pues, como lo
observaba enérgicamente ese granuja de Hobbes, “cuando los ciudadanos se
rebelan contra el Estado, son la multitud contra el pueblo”.
XXII
Si la noción de Partido Imaginario nombra en primer lugar la negatividad en suspensión
dentro de la época, al mismo tiempo que la invisibilidad de ésta, es
preciso concebirla inseparablemente como la noción a partir de la cual
se deja aprehender el contenido positivo de todas esas prácticas,
de las cuales el Espectáculo capta únicamente lo negativo, es decir, lo
que ellas no son. Él, que califica como “crisis de la política” a la
deserción masiva del infecto espacio político instituido, como “crisis
de la cultura” a la indiferencia obstinada que alberga a todos los
conmovedores desechos que elabora temporada tras temporada el arte
contemporáneo, como “fracaso de la educación” al rechazo creciente al
encarcelamiento escolar, como “crisis económica” a la resistencia muda a
la modernización capitalista y al rechazo cada vez más extendido a
trabajar, como “crisis de la familia” al latrocinio resuelto de la
insalubre familia nuclear, como “crisis del lazo social” a lo que no es
sino el rechazo transparente a las relaciones sociales alienadas y las
costumbres espectaculares, permanece ciego ante esta “revolución
silenciosa […] que es invisible a muchos ojos y es especialmente difícil
de observar por los contemporáneos, a la vez que es arduo comprenderla y
caracterizarla”. Ignora que “el espíritu que se forma a sí mismo va
madurando lenta y silenciosamente en dirección hacia su nueva figura,
desintegrando fragmento tras fragmento el edificio de su mundo
precedente y los estremecimientos de este mundo se anuncian solamente
por medio de síntomas esporádicos; la frivolidad y el tedio que se
apoderan de lo que subsiste todavía y el vago presentimiento de lo
desconocido son los signos premonitorios de que algo distinto se
avecina. Estos paulatinos desprendimientos, que no alteran la fisionomía
del todo, se ven bruscamente interrumpidos por el amanecer que, cual un
relámpago, resalta de un golpe la forma del nuevo mundo” (Hegel).
Durante su muda de piel, bien es cierto, la serpiente permanece ciega.
XXIII
Toda la positividad del Partido Imaginario se localiza en el gigantesco ángulo muerto de lo irrepresentable,
a lo cual el Espectáculo es atávicamente incapaz de simplemente
entrever. Pues el Partido Imaginario no es, bajo todos sus aspectos,
sino la consecuencia política de esa positividad, de la que la
Metafísica Crítica es su concepto y el Bloom su figura. Cuando el Bloom
(esa criatura que no es susceptible de ninguna determinación social que
no sea negativa, y cuya característica principal, de acuerdo con Hannah
Arendt —que lo identificó muy rápido con el hombre-masa—, es “el
aislamiento y la falta de relaciones sociales normales”) deviene el
modelo humano dominante en más de un mundo, la sociedad mercantil
descubre que ya no tiene ningún punto de agarre sobre unas
subjetividades que, sin embargo, ella formó completamente, de tal
modo que, siguiendo su propio curso, engendró su propia negación. El
fracaso de la dominación, causado por sus propios productos, aparece de
manera privilegiada en la esfera de la sociología: el Bloom está en todas partes, pero la sociología no lo ve en ninguna.
De manera similar, sería vano esperar de ella el que fuera capaz de dar
cualquier indicación sobre la existencia efectiva del Partido
Imaginario, cuya esencia le es extraterrestre. Y esto, dicho sea de
paso, no es más que uno de los aspectos de la muerte de la sociología,
la cual ha echado a perder definitivamente esa socialización de la
sociedad que lleva consigo igualmente a la socialización de la
sociología. Durante este proceso, la sociología se ha perdido al
realizarse, viéndose ridiculizada como ciencia separada por sus propios
lacayos, quienes se vieron obligados a volverse sus propios sociólogos
mientras esto sucedía. Así, cuando una instancia central, única e
indiferenciada —el Espectáculo— se hace cargo de la secreción continua
de todos los códigos sociales, las ciencias sociales han reducido su
participación —desde Weber hasta Bourdieu— al mero peso de sus mentiras.
Con la muerte de la sociología, todo un sector de la crítica social
clásica fundada sobre la sociología y como sociología
termina por revelar su esencia bribona y servil al colapsarse. Dicha
crítica ya no está al nivel de la época, ya no es apta ni para
describirla ni para su contestación. Esta tarea regresa a partir de
ahora a la Metafísica Crítica.
XXIV
Hasta ahora, uno se ha figurado de manera equivocada la línea del frente
—a lo largo de la cual se reparten amigos y enemigos del orden
dominante— como una recta continua. En lo que viene, es preciso
sustituir esta representación con una imagen de líneas del frente
circulares e innumerables, cada una de las cuales mantiene en su
espacio-tiempo interior comunidades de hombres, prácticas y lenguajes
absolutamente reacios a la dominación mercantil, y a las cuales esta
última, de acuerdo con su lógica inmanente, asedia sin descanso. Todo lo
que contribuye a mantener la representación antigua pertenece al campo
del enemigo. La primera consecuencia de esta nueva geometría de la lucha
concierne a la forma de propagación de la subversión. Ya no estamos
tratando, frente al mundo de la mercancía autoritaria, con la avanzada,
campaña tras campaña, de un frente —el de los pobres, los trabajadores o
los condenados de la Tierra—, sino con un contagio semejante a la
sucesión de las ondas concéntricas sobre la superficie del mercurio
cuando le cae una gota. Aquí, el efecto de masas del pasado está
idénticamente afectado por la intensidad de aquello que es vivido
en el punto de caída. De esto se sigue que el sujeto revolucionario
elemental ya no es la clase, o el individuo, sino la comunidad
metafísica, sin importar su grado de exilio (esto es lo que testimonia
por defecto el carácter fundamentalmente insignificante e inconsecuente,
en el Espectáculo, de toda aventura personal, de toda historia
privada). El buen geómetra no juzga exagerado reducir el mundo en su
conjunto a esos focos minúsculos y dispersados, pues todo lo que no sea
ellos, todo lo que no da vida a un contenido existencial particular y
compartido, está, más allá del baile fastidioso de las apariencias,
muerto. Cada una de esas comunidades metafísicas se eleva desde un mundo
extremo en que los hombres ya sólo pueden encontrarse sobre la base de
lo esencial y constituye, en medio del desierto, un polo exclusivo de
sustancialidad. Todo reconocimiento que no poseyera sus propias leyes,
toda superficialidad simple, resultan excluidos en su interior. Allá,
algunas condiciones son creadas, en las cuales el Absoluto podría
recubrir sus pretensiones temporales; y algunas posibilidades se abren,
las cuales habían sido perdidas desde los levantamientos milenaristas y
los movimientos mesiánicos judíos del siglo XVII. Sin importar lo que se
haya dicho al respecto, la exigencia aguda de una fuerza y lenguaje
nuevos que se haga sentir aquí ilumina bastante más allá de la miseria
de nuestros tiempos. Y esto es precisamente lo que temen las fuerzas de
descomposición, que prometen tan excesivos favores a aquellos que
consentirían renunciar a sí mismos para hacerse amar por ellas. El
Partido Imaginario sólo designa, en primer lugar, el hecho positivo de
esa multitud de zonas autónomas libres de la dominación mercantil que
experimentan hic et nunc, al margen del deterioramiento de lo
Común alienado y de los últimos sobresaltos de un organismo social que
perece, formas propias de Publicidad. Hasta aquí, ha sido la federación
de éstas sólo para la intelección. Y lo que las vincula en efecto
sólo es, inicialmente, un carácter pasivo: son comunidades en las que
el sentido y la forma de la vida priman sobre la vida misma, donde el
deber de ser ha sido elevado hasta un punto de incandescencia.
Comparten por tanto la misma sustancia metafísica, si bien no lo saben
todavía. Es sólo bajo los oscuros auspicios de la común persecución a la
que las condena la hegemonía mundial de la mercancía que deben llegar a
reconocerse a sí mismas por lo que son: fracciones del Partido
Imaginario. En este proceso se da algo ineluctable: la resistencia de
estas comunidades a la puesta en equivalencia generalizada las destina
expresamente a las compactadoras de la abstracción reinante. Pero a
final de cuentas, el único efecto identificable de esta opresión es que
estos universos independientes se ven forzados uno por uno a salir de la
inmediatez de su particularidad, y esto es así por su enemigo mismo,
del que ellas reciben, en el curso del combate, su carácter universal. Y
es en la medida exacta en que este enemigo no es otra cosa que un
trabajo permanente de negación de la metafísica, como ellas acceden a la
consciencia de eso que las une: no la afirmación de una metafísica
particular, sino de la metafísica en cuanto tal. Este vínculo,
aunque no es ciertamente inmediato, no tiene nada de formal, nada de
construido; más bien es algo anterior a toda libertad, y que la funda:
la hostilidad existencial, absoluta y concreta respecto al nihilismo
mercantil. De esto se sigue que el Partido Imaginario no tiene que
converger, contrariamente a todo lo que se ha llamado “partido” en el
pasado, hacia una voluntad general, pues él comparte ya lo Común,
identificado aquí con el lenguaje, con el Espíritu, con la metafísica o
incluso con una política de la finitud (todos estos términos devienen en
estas circunstancias otros de tantos pseudónimos de un solo y mismo
Indecible). Por lo tanto, decir que la cohesión del Partido Imaginario
es de un orden metafísico no quiere evocar otra cosa que la guerra
cotidiana en la que cada uno de entre nosotros se encuentra siempre-ya
comprometido, cohesión que le opone a la negación rumiante de toda forma
de vida. En este punto, la necesidad de su unificación se impone a
todos sus elementos, como idéntica a su devenir-consciente: “La lucha
es, por un lado, entre el mundo moderno y, por otra parte, todos los
otros mundos posibles” (Péguy, Notas conjuntas). Todos aquellos que, amando la verdad pero no ciertamente la misma
verdad, simpatizan en desolar el despotismo de la irrisoria metafísica
mercantil, se afilian al Partido Imaginario. Pero el movimiento mediante
el cual la unidad se produce es asimismo el movimiento mediante el cual
las diferencias se aterrizan y se congelan. Cada comunidad particular,
en su lucha contra la universalidad vacía de la mercancía, se reconoce
poco a poco como particular y se eleva a la consciencia de su
particularidad, es decir que aprehende su reflejo y se mediatiza por lo
universal. Se inscribe en la generalidad concreta del Espíritu, cuya
progresión a través de las figuras celebra el banquete donde todas las
irreductibilidades están embriagadas. Fragmento tras fragmento, la
reapropiación de lo Común se prosigue. Es así como a lo largo del
combate, el ballet nómada de las comunidades adquiere la estructuración
compleja y arquitectónica de un sistema de castas metafísicas, cuyo
principio sólo puede ser el juego, es decir, la consciencia
soberana de la Nada. Cada reino metafísico lleva lentamente a cabo el
aprendizaje de las fronteras de su territorio sobre el continente de lo
Infinito. Al mismo tiempo, un común general se constituye, el cual
contiene en sí todas las totalidades diferenciadas de los comunes
regionales, lo cual quiere decir que es el trazado de sus limes.
Es de prever que con la aproximación de la victoria, los hombres del
Partido Imaginario ya no librarán estas batallas tanto para derrotar a
un enemigo de cualquier manera disminuido como para al fin dar un libre
curso a sus desacuerdos metafísicos, a los cuales planean vaciar físicamente y mediante el juego. En esto, son salvajes partidarios de la violencia,
pero de una violencia agonística, altamente ritualizada y rica de
sentido. Como se puede ver, y sería un error estar decepcionados al
respecto, el triunfo del Partido Imaginario es a la vez su derrota, y su
desintegración.
XXV
La forma de Publicidad que lleva y prefigura el Partido Imaginario no
tiene nada en común con todo lo que ha podido elaborarse en la filosofía
política clásica. Si se le tuviera que atribuir algún ancestro, habría
que que remontarse a lo que se ha esbozado fugitivamente en raros y
preciosos momentos de insurrección, en los Soviets, en las Comunas, en
las colectividades aragonesas de 1936-1937, o en las escuelas secretas
de la Cábala, por ejemplo la de Safed. Cada vez que esta última
consiguió abrirse un acceso hasta la ingrata escena de la Historia, las
consecuencias no tuvieron límites. Pocos de entre aquellos que vivieron
los instantes en que ésta se dejaba divisar, haciendo estallar por
bloques enteros todas las formas amputadas y limitadas de la Publicidad,
fueron posteriormente capaces de soportar la visión del mundo como
avanza, ellos cuyos ojos habían vislumbrado la aurora sin precedentes de
la restitutio in integrum, del Tiqqun. Pero actualmente
es por una consecuencia necesaria de la evolución, tal como se ha
proseguido en todas las sociedades mercantiles desarrolladas, que esta
cosa, de la cual no se había conocido más que su rompimiento violento,
se instale silenciosamente en la calma y la duración, como desapercibida
en la medida en que su avance parece obvio. Curioso espectáculo,
ciertamente, este mundo en que las formas de existencia dominantes se
saben, según el concepto, superadas, pero que persisten en el ser, como
si nada hubiera pasado; mientras que, más allá de la alienación extrema
de la Publicidad que el Espectáculo impone, y como contrapeso de esto,
vemos aparecer, todavía mezclada con el principio contrario, una
humanidad cuyo alimento exclusivo es el sentido, aunque sea
adulterado. Despreocupados de la necesidad de producir, liberados del
encadenamiento en la gleba del trabajo, mundos frágiles se componen para
los cuales la afinidad electiva es todo y la servidumbre nada. Las
ruinas de las metrópolis ya no contienen nada vivo además de esos
fluidos agregados humanos de individuos, que, al no encontrar ya una
verdadera razón para la alienación, la recorren en todos sus sentidos.
La esclavitud de los hombres del Espectáculo les parece tan extravagante
como su libertad es incomprensible para estos últimos. En la suspensión
de su existencia, la problematicidad del mundo ha cesado de ser
problemática; se ha vuelto la materia de cuanto viven. El lenguaje ya no
les aparece como una laboriosa exterioridad que habría de ser
proseguida en sí para enseguida aplicarla al mundo; se ha vuelto la
sustancia inmediata de éste. En ningún momento se desata su acción como
separable de su palabra. Se comprende entonces que el Espectáculo, donde
lo político y lo económico permanecen como abstracciones separadas de
lo metafísico, representa para ellos una figura pasada de la Publicidad.
Pero ocurre de hecho que todos los viejos dualismos petrificados, en la
continuidad sustancial del sentido, han sido abolidos. Al interior de
estas totalidades ricas de sentido, plenas y abiertas, la eternidad
encuentra en dónde alojarse en cada instante, y el universo entero en
cada uno de sus detalles. Su mundo, la ciudad, los abriga como una
interioridad, mientras que su interioridad ha tomado las dimensiones de
un mundo. Están ya, de manera parcial y desgraciadamente reversible y
provisional, en la “restauración de la unidad destrozada de lo real y lo
trascendental” (Lukács). No eran los caprichos de la dominación, su
vida misma tendería hacia la realización de todas las virtualidades
humanas que contiene. Esta figura próxima de la Publicidad corresponde
al máximo despliegue de ésta, lo cual quiere decir que abraza el
lenguaje sin la menor reserva, que es el lenguaje, de igual modo en que conoce
el silencio. Aquí, la esencia ya no puede ser distinguida de la
apariencia, pero el hombre ha dejado de confundirlas consigo mismo.
Aquí, el Espíritu tiene su Morada, y asiste en paz a sus propias
metamorfosis. El lenguaje es aquí la Ley única, nueva y eterna que va
más allá de todas las leyes pasadas de las que era ciertamente su
materia, pero en un estado congelado. Si las formas antiguas de la
Publicidad se levantaban en construcciones más o menos equilibradas, más
o menos armoniosas, ella es por el contrario horizontal, laberíntica,
topológica. Ninguna representación la sobrevuela en ningún punto. Todo
su espacio exige ser recorrido. En cuanto a la articulación operacional
del Partido Imaginario, en cuanto a la inervación de este mundo, ella no
está asegurada por ningún sistema vertical de delegación, sino de un
modo de transmisión que está él mismo inscrito en la horizontalidad sin
límites del lenguaje: el Ejemplo. La geografía plana del mundo del Tiqqun
no significa en absoluto la abolición de los valores o el fin de la muy
humana persecución del reconocimiento. Es solamente por “la autoridad
del prototipo y no la normatividad del orden” (Virno, Milagro, virtuosidad y déjà-vu)
que aquí es lícito a los hombres, como lo es ya a las fracciones del
Partido Imaginario, imponer su excelencia. El mapa del mundo que
dibujamos no es otro que el mapa del Espíritu. Y es actualmente
esta Publicidad del Espíritu lo que, en todas partes, desborda al
partido de la nada, cuya imbecilidad y tosquedad se vuelven cada día más
feroces e intolerables. Y nosotros pondremos fin a esto,
inevitablemente.
XXVI
No cabe duda de que la guerra a ultranza que el Espectáculo libra en
contra del Partido Imaginario y de la libertad ha devastado ya regiones
enteras del espacio social. En éste, se
decretan medidas de protección a las que sólo los conflictos mundiales
habían acostumbrado: toques de queda, escoltas militares, fichaje
metódico, control de los armamentos y las comunicaciones, puesta bajo
tutela de sectores enteros de la economía, etc. Los hombres de este
tiempo avanzan directamente en un temor sin límites. Sus pesadillas
están pobladas de suplicios que ya no pertenecen solamente al dominio de
los sueños. Una vez más, se
habla de piratas, monstruos y gigantes. Ligado al progreso de un
sentimiento universal de inseguridad, la expresión de las miradas lleva
consigo el testimonio de una acumulación fatal y continua de pequeñas
fatigas nerviosas. Y como cada época sueña la siguiente, pequeños caudillos
surgen, los cuales se disputan el control de un espacio social ya
reducido al mero espacio de circulación. Las mentes más débiles se
rinden a tan locos rumores que nadie es capaz de confirmar ni desmentir.
Tinieblas infinitas han llenado la distancia que los hombres habían
dejado entre sí. Cada día requiere un poco más, a pesar de la oscuridad
creciente, el lúgubre perfil de la guerra civil, en la cual ya nadie
sabe quién combate y quién no, en la cual la confusión está limitada
únicamente por la muerte, en la cual lo único de lo que se está seguro
es que lo peor está por venir. Y así nos tenemos por tanto, más acá de
todo nacimiento, dentro de la evidencia del desastre, pero nada impide a
nuestra mirada dirigirse más allá. Así parece entonces que lo que se da
aquí son los “dolores del parto”, de los que ninguna época nueva tiene
el derecho a sustraerse. Quien agudice su mirada para distinguir en la
noche el combate que se avecina entre los colosos, descubrirá que toda
esta desolación, todos estos sordos ecos de cañón, todos estos gritos
sin rostro, no son más que la obra del único Titán repugnante de
la dominación mercantil, el cual, en su ensangrentado delirio, lucha,
aúlla, dispara, patalea, asegura que alguien quiere su pellejo, manda
intensas órdenes, se revuelca en la tierra y termina golpeando con sus
pies las paredes de su living-room. Desde las profundidades de su
locura, jura que el Partido Imaginario es tan sólo la oscuridad que le
rodea, y que debe ser abolida. Al escuchar, parece que realmente tiene
un problema con este territorio maléfico que se obstina a nunca
coincidir con el mapa, y le amenaza ya con las peores represalias. Pero a
medida que el día se consume, nadie le escucha más, e incluso sus más
cercanos súbditos no prestan más que un oído distraído al viejo demente
que salta. Fingen escuchar, y luego guiñen el ojo.
XXVII
El Partido Imaginario no espera nada de la presente sociedad ni de su evolución, pues es ya prácticamente
—es decir, existiendo en los hechos— su disolución y su más allá. Por
consiguiente, para él no puede tratarse de tomar el poder, sino
solamente de hacer fracasar a la dominación por todas partes, al
implantarla duraderamente en la imposibilidad de hacer funcionar su
aparato (el carácter temporal, e incluso en algunos puntos fugitivo,
de la contestación que se opera bajo el estandarte del Partido
Imaginario, puede ser explicado de este modo: le garantiza que ella
misma nunca llegará a ser un poder). Es por esto que la violencia a la
que recurre es de una naturaleza totalmente diferente a la del
Espectáculo. Y también es por esto que este último lucha a solas en la
oscuridad. Incluso cuando la dominación mercantil desencadena su
“libertad del vacío”, su “voluntad negativa que sólo tiene el
sentimiento de su existencia en la destrucción” (Hegel), cuando por
tanto su violencia sin contenido aspira sólo a la extensión infinita de
la nada, el ejercicio de la violencia por parte del Partido Imaginario,
aunque ilimitado, no se centra más que en la preservación de las formas
de vida que el poder central se dispone a alterar, o que ya amenaza. De
ahí su fuerza e incomparable aura. De ahí también su plenitud y su
absoluta legitimidad. Incluso en la cumbre de su ofensiva, ésta es una
violencia conservadora. Volvemos a encontrar en esto la
disimetría de la que hemos hablado. El Partido Imaginario no corre tras
los mismos fines que la dominación, y si ambos son concurrentes, se debe
a que cada uno de ellos quiere destruir aquello de lo que el otro
persigue su realización; la diferencia está en que el Espectáculo no
quiere más que esto. Que el Partido Imaginario llegue a poner fin
a la sociedad mercantil y que esta victoria sea irreversible, dependerá
de su facultad para dar intensidad, grandeza y sustancia a una vida
exenta de toda dominación, no menos que de la aptitud de sus fracciones
conscientes para explicitarlo tanto en su práctica como en su
teoría. Es de temer que la dominación encuentre un suicidio
generalizado, en el que al menos se asegura de llevarse consigo a su
adversario, preferible a la eventualidad de su derrota. De un extremo a
otro, es una apuesta la que nosotros hacemos. Sólo pertenece a la
historia y su juego helado el juzgar si lo que nosotros emprendemos es
meramente un comienzo, o ya un desenlace. El Absoluto está en la
historia."
Saqueado de: https://tiqqunim.blogspot.com/2013/01/tesis-sobre-el-partido-imaginario.html
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